Os dejo este interesante artículo de Javier Bilbao, pues tras haber mirado unos cuantos sin dudas este es el que mejor explica la vida dentro de un U-boote y eso que le va poner los típicos tópicos de nazi y demás. Pero quitando ese dogma de fe, en el periodismo actual. Es de utilidad el artículo.
La vida en un submarino alemán durante la Segunda Guerra Mundial
“La única cosa que realmente me asustó durante la guerra fue el peligro representado por los submarinos”
Winston Churchill
No es apropiado escribir un artículo sobre algún aspecto de la Segunda Guerra Mundial sin abrirlo con Churchill diciendo alguna cosa. La verdad es que este hombre no callaba. En este caso como vemos expresa su temor ante la formidable arma de guerra que fueron los U-Boote, los contendientes de la que fue bautizada por él como “La Batalla del Atlántico”, con la que el Tercer Reich intentó estrangular la economía británica. Un feroz combate en el que más de 14 millones de toneladas Aliadas acabaron en el fondo del mar y murieron en el empeño al menos el 70% de los tripulantes de submarinos de la Alemania nazi. Así lo vivieron sus protagonistas.
Los submarinos alemanes alcanzaron tal grado de desarrollo técnico y capacidad de ataque durante la Primera Guerra Mundial (un total de 345 de ellos entraron en servicio, hundiendo 6.400 barcos enemigos), que el Tratado de Versalles prohibió a Alemania su construcción. La fuerza naval resultante de las exigencias de dicho acuerdo era tan inofensiva y minúscula —especialmente en comparación con la inglesa— que a Hitler se le llevaban los demonios y tal como escribió en Mein Kampf: “precisamente una flota que no puede competir en número, tiene que superar esta deficiencia con la superior capacidad de combate de cada uno de sus barcos”. Esto trajo consigo la construcción encubierta de submarinos para la Kriegsmarine, inicialmente en otros países como España u Holanda, y a finales de los años 30 cada vez con más descaro en la propia Alemania. Entre junio de 1935 y mayo de 1945 fueron alistados un total de 1.177 aparatos bajo el mando de Karl Dönitz. Comandante de un submarino en la Primera Guerra, comodoro jefe de los submarinos del Reich durante la Segunda y —por curiosos avatares de la historia— la persona que sucedería al Führer tras su suicidio y firmaría la rendición incondicional de Alemania en 1945. Pero no adelantemos acontecimientos.
Se construyeron diversos modelos de submarinos, llamados U (abreviatura de Unterseeboot) seguidos de un número que lo identificaba. Cada uno llevaba además dibujada en su vela una insignia de su flotilla, tripulación o de la propia embarcación, que podía ser un toro, un pez espada, un caballito de mar, Mickey Mouse (extraordinariamente popular en la Alemania nazi), un muñeco de nieve… etc. Si lograban regresar de una misión lucían también banderines blancos según el número de barcos hundidos, con la cifra de su tonelaje. Su tripulación rondaba el medio centenar de personas y estaba compuesta de hombres muy jóvenes —la habitual carne de cañón de todas las guerras— que tenían entre 20 y 22 años en el caso de los marineros y de 23 a 25 en el caso de los suboficiales. Por lo general previamente habían aprendido algún oficio manual, estando así familiarizados con el puesto que les asignaban como maquinistas, engrasadores o torpedistas. En gran parte se presentaban voluntarios, dado el prestigio y el halo romántico que rodeaba a los submarinistas, pese a que a medida que avanzó la guerra mostraron una tasa de mortalidad escalofriante, la más alta de hecho de todo el ejército. La vida que les esperaba desde el momento en el que zarpaban sin saber muy bien lo que se les venía encima —al comienzo de la guerra eran despedidos por alegres multitudes y bandas de música— era una mezcla de aburrimiento y claustrofobia, aderezada con ocasionales momentos de absoluto terror.
Una vez iniciada la expedición, el submarino debía estar a pleno rendimiento y en alerta las 24 horas del día, así que la tripulación realizaba turnos de cuatro horas —en el caso del personal de máquinas era de seis— y usaban por tanto una misma cama dos personas alternándose, lo que se conocía como “cama caliente”. Esto, unido a la falta de distinción entre el día y la noche dentro de la embarcación, acababa alterando los ritmos horarios de los submarinistas. Con el fin de amortiguar ese efecto se procuraba respetar las horas del desayuno, la comida y la cena. El primero solía consistir en café muy cargado, huevos y tostadas con mantequilla o mermelada. Para la comida sopa y carne con patatas o verduras y para la cena salchichas o pescado. Con el paso de los días la dieta iba deteriorándose debido al agotamiento del almacén y la constante aparición de moho debido a la humedad, si bien algunos submarinos contaban con hornos para elaborar su propio pan. La fruta, el chocolate y otras exquisiteces se empleaban para recompensar el esfuerzo. Así mismo, las bebidas alcohólicas no solían estar permitidas, pero se distribuían en fechas señaladas y para celebrar el hundimiento de un barco enemigo. Los uniformes se relegaban únicamente a los actos oficiales, a bordo la ropa que llevaban era bastante informal ya que ante todo primaba la funcionalidad. También empleaban una buena cantidad de agua de colonia llamada “Kolibri”, con la que disimular un poco la intensa atmósfera que se creaba con tanta gente conviviendo en un espacio cerrado.
Submarinista lanzando un torpedo.
Solía haber un solo retrete para toda la tripulación (aunque en ocasiones también podía usarse otro en cubierta); dentro de él había un cuaderno en el que debía escribirse el nombre del que lo usaba, de esa manera cuando se atascaba se conocía al culpable, que debía encargarse de desatascarlo. Pero a menudo al lado de su nombre los marineros aprovechaban para escribir algún verso mientras cumplían con la naturaleza. Nunca son malos tiempos para la lírica.
Ocio y disciplina
Para hacer más llevadera la monotonía a bordo solía ponerse el tocadiscos una hora al día y algún submarinista llevaba un acordeón. Estaba prohibido tener fotografías de mujeres desnudas y aquellos libros que “solo tienden a halagar los bajos instintos del hombre, es mejor echarlos por la borda” opinaba el comandante de submarino Wolfgang Luth. Aunque al llegar a tierra se admitía que salieran del puerto a desfogarse. Mientras tanto, durante la travesía, se entretenían en sus ratos libres hablando con sus compañeros, fumando, leyendo, jugando al ajedrez o a las damas y, como en el caso del U-552, cazando tiburones por el procedimiento de lanzar granadas al mar. A veces, en Nochebuena se ponía un árbol de Navidad en la cámara de proa, se cantaban canciones navideñas y se repartían pequeños regalos entre la tripulación. También era celebrado el paso del Ecuador y, como decíamos antes, el hundimiento de algún barco. Los domingos se esperaba que los submarinistas se vistieran algo mejor y era el día en el que el capitán o los oficiales adoctrinaban al resto hablando de los inigualables logros del Tercer Reich y de su “unidad y grandeza” o explicaban algún detalle sobre el funcionamiento de la embarcación o el mar.
No todo era lanzar torpedos y huir de las cargas de profundidad, a veces también cazaban osos polares.
La supervivencia del submarino dependía de la perfecta coordinación y obediencia al capitán por sus subordinados. El problema residía en ocasiones en cómo castigar las faltas de disciplina. Una tripulación no podía permitirse el lujo de prescindir de uno de sus hombres en un calabozo de castigo y en tiempo de guerra amenazar con anular permisos tampoco era muy eficaz. Así que se recurría a amenazar con enviar al infractor a un batallón de castigo del frente ruso o a pequeños castigos como el “lecho duro”. Consistía en dormir en el suelo sin manta ni colchón. También se ordenaba entonces realizar los trabajos más desagradables, se le prohibía fumar e incluso se le castigaba al silencio, impidiendo que durante varios días ninguno de sus compañeros le dirigiera la palabra. Pero en un grupo tan compenetrado y de convivencia tan estrecha, a veces bastaba simplemente con recurrir a la presión del grupo, tal como contó en cierta ocasión el mencionado comandante Luth:
A los pocos días de haberse concedido a un serviola una alta condecoración, avisó con retraso el avistamiento de un destructor. Lo único que pudimos hacer fue sumergirnos y esperar. Era evidente que estábamos corriendo un peligro que pudo haberse evitado. Sin embargo, no lo castigué. Recibimos tal lluvia de cargas de profundidad, que estuvimos 15 horas sin poder salir a la superficie. Mientras se producían las explosiones, todas las miradas estaban fijas en el culpable, y este fue el peor castigo que pudo recibir.
En esos momentos de tensión, bajo el ataque de cargas de profundidad, ocasionalmente algún submarinista podía perder los nervios. Dependía del carácter de cada uno, algunos por el contrario eran capaces de tomarse los peligros con bastante filosofía. Como el submarinista que menciona Harald Busch, que ante la incertidumbre de navegar a través de un campo de minas concluyó: “No hay que preocuparse, si mañana nos despertamos es que habremos acertado el buen camino”. A veces el desastre podía provenir de un simple descuido, como no ponerse el cinturón de seguridad cuando se vigilaba el horizonte desde la torre, tal como ocurrió en el U-106 cuando el oficial de guardia y tres serviolas fueron barridos por una ola y nada más se supo de ellos.
Sobre todo esto, ninguna película ha tratado con tanto realismo la vida a bordo de un submarino como la excelente Das Boot (Wolfgang Petersen, 1981) basada en la novela del mismo nombre de Lothar-Günther Buchheim, quien durante la guerra era escritor de propaganda y formó parte como corresponsal de la tripulación del U-96, experiencia que reflejó en su libro.
Tecnología y tácticas de combate
Ante el acoso alemán, durante la Primera Guerra Mundial ya comenzó a recurrirse al convoy, con los barcos mercantes navegando agrupados y escoltados por destructores. Durante la Segunda, la réplica alemana fue la rudeltaktik o “manada de lobos”, con varios submarinos nazis atacando en grupo a un convoy preferiblemente de noche. Durante los primeros compases de la guerra tuvieron una notable eficacia, que se vio reforzada con la capitulación de Francia y el consiguiente acceso al Golfo de Vizcaya (los puertos de Vigo y Ferrol también les fueron de ayuda). Al establecer bases para sus submarinos en la costa francesa dispusieron de otra salida al Atlántico aparte del mar del Norte, mejor controlado por los británicos. Dichas bases consistían en enormes búnkeres con techos de hormigón de hasta siete metros de espesor, que los hacía invulnerables incluso a las bombas de cinco toneladas que se lanzaron contra ellos. La base de Brest, por ejemplo, se bombardeó hasta en 65 ocasiones sin que nunca pudiera ser destruida.
Marineros en en la cubierta del USCGC Spencer observan la explosión de una carga de profundidad que acabó con el submarino U-175 el 17 de abril de 1943.
El ASDIC o sónar fue el gran quebradero de cabeza para los submarinistas, pues permitía detectar su posición, de manera que los destructores se ponían justo encima a soltar cargas de profundidad. Es ese pitido que suena cada pocos segundos en las películas de submarinos mientras vemos sudar a los protagonistas. Los submarinos por su parte disponían del Funkmeßortungsgerät, o sea, el radar, según este idioma de gran belleza que es el alemán. Por si eso no fuera bastante también contaban con el Funkmessbeobachtungsgerät, al que probablemente tardaron más en ponerle el nombre que en inventarlo. También comenzaron a llevar un pequeño artefacto llamado Bold que era disparado y mediante una reacción química producía una gran cantidad de burbujas, despistando al sónar. Con esa misma finalidad bordeaban la costa española para confundirse con sus salientes y con los pesqueros. En ocasiones recurrieron a soltar aceite para que en la superficie creyeran que una carga de profundidad había hundido al submarino o se posaban en el fondo del mar durante varias horas, hasta que la superficie quedara despejada. La invención del Snorckel permitió que los motores diésel tomaran aire permaneciendo sumergidos, aunque el sistema tenía ciertos inconvenientes, como el rastro que dejaba en el agua o los cambios de presión dentro del aparato. Un recurso muy curioso fue el de usar cometas o Kolibris, pequeños aparatos con hélices y conectados mediante un cable al submarino. En ellos se subía algún intrépido vigía que de esa manera podía otear el horizonte desde una mejor posición… al menos hasta que llegaba algún avión enemigo.
Durante la última etapa de la guerra se diseñaron nuevos modelos de submarinos como el tipo XXI, capaces de permanecer sumergidos más de diez días, un minisubmarino biplaza e incluso torpedos humanos suicidas. Hubo también una mejora en el mecanismo de detonación de los torpedos, se incluyó en ellos un sistema de guiado por el ruido de las hélices, así como un movimiento en zigzag para aumentar las posibilidades de dar a algún barco de un convoy. Pero nada de eso pudo cambiar el curso del conflicto, la Batalla del Atlántico estaba irremediablemente perdida. Se trataba en definitiva de una carrera armamentística de medidas y contramedidas que acabó inclinándose del lado Aliado. A ello también contribuyó en cierta medida el descubrimiento de las claves de Enigma, la máquina con la que los submarinos intercambiaban mensajes codificados con el mando central. Los ingleses, astutamente, emplearon esta información con moderación, de manera que el mando alemán no sospechase que estaban interceptando sus comunicaciones. De esta forma algunos estiman que más de 300 barcos Aliados pudieron ser salvados.
El final de los lobos grises
Con el transcurso de la guerra los Aliados ya no se limitaron a proteger a sus convoyes, sino que salieron a cazar a los cazadores. Para entonces todo fueron calamidades para el arma submarina alemana: la Luftwaffe al mando de Hermann Goering no proporcionaba la suficiente cobertura aérea; la enorme producción de los astilleros ingleses y americanos frustró la pretensión nazi de aislar a Gran Bretaña al dejarla sin barcos; la llamada “brecha del Atlántico”, la parte del océano por la que no sobrevolaban aviones aliados en busca de submarinos, finalmente quedó sellada gracias a nuevas bases y portaaviones; además los aviones pasaron a estar equipados por un nuevo tipo de radar, llamado centimétrico, mucho más eficaz en la detección. Hasta tal punto se sintieron acorralados los antaño llamados “lobos grises” que Dönitz transmitió un mensaje categórico a los comandantes: “quien ahora crea que no es posible atacar a los convoyes es un calzonazos y no un auténtico comandante de U-Boot”. Si permanecieron funcionando durante los últimos meses fue porque desviaban recursos aliados para su destrucción como los aviones, que si no hubieran sido destinados a atacar el suelo alemán.
Aunque hay cierta variación en las cifras, se estima que de los 39.000 submarinistas alemanes murieron en combate entre el 70% y el 75%… Desde luego les hizo falta mucho valor para meterse en estas grandes latas a decenas de metros bajo los barcos enemigos que no paran de soltarte regalos y superar la claustrofobia y el sentimiento de indefensión que supone saber que no puedes hacer nada para ponerte a salvo, solo esperar. Como dijo alguien: “de todas las ramas de los hombres en las fuerzas armadas no hay ninguna que muestre una mayor devoción y se enfrente a peligros más severos que los tripulantes de un submarino”. Adivinen de quién es esta cita…
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Bibliografía:
-Así fue la guerra submarina, Harald Busch (Ed. Juventud)
-Submarinos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Mito y realidad de un trágico destino, Santiago Mata (Ed. Almena)
-Submarinos alemanes U-Boote, Juan Vázquez García (Ed. Tikal)