¿Qué hizo y quien era Gadaffi?
Gadafi en 1970
El coronel Muammar al-Gaddafi, líder de Libia y decano de los estadistas árabes y africanos, celebró el 40º aniversario de su golpe revolucionario de septiembre de 1969, con el que liquidó la monarquía del rey Idris, en la cima del poder absoluto. Extravagante, egocéntrico y voluble, estableció una implacable dictadura personal y en 1977 dotó a su país de una forma de gobierno sui géneris, sin partidos ni instituciones estatales al uso: la Jamahiriya, híbrido de Islam, "socialismo natural" y "democracia popular directa", una "tercera vía" ideológica que proclamó en su Libro Verde. Desprendido de todo cargo institucional en 1979, antes y después salió airoso de un sinfín de conspiraciones y tentativas golpistas, las cuales aplastó con el apoyo de sus leales en el Ejército y las tribus.
De puertas al exterior, en sus chocantes metamorfosis, el tornadizo coronel libio abrazó sucesivamente el panarabismo, el anticomunismo, el prosovietismo, el panislamismo, el intervencionismo belicista –aparatoso en la sureña Chad- y, contrastando con todo lo anterior, un panafricanismo federalista, pacificador y un tanto utópico que le convirtió en el artífice de la Unión Africana. Simultáneamente, mantuvo unas relaciones procelosas con sus vecinos norteafricanos, hasta alcanzar un modus vivendi en el Magreb, e hizo gala de una fiera retórica antiisraelí.
En los años ochenta, su supuesto patrocinio de algunos de los peores atentados contra intereses occidentales en el mundo anterior al 11-S le enzarzó en un mortal duelo militar con Estados Unidos y terminó costándole el castigo económico de la ONU. A partir de 1999, tras largos años de ostracismo, Gaddafi consiguió zafarse de las sanciones internacionales y normalizar sus relaciones con Europa y Estados Unidos.
La fórmula de esta espectacular rehabilitación fue una mezcla de concesiones políticas, renunciando a las maquinaciones terroristas y a poseer armas de destrucción masiva, y económicas, compensando a las víctimas de los atentados citados y abriendo las puertas a las compañías petroleras occidentales, deseosas de invertir en un país creso en hidrocarburos. Durante una década, el "hermano líder", revestido de la mayor respetabilidad, estrechó las manos a los principales dirigentes mundiales, fue agasajado por anfitriones y huéspedes, y atrajo los focos en numerosas cumbres.
El 15 de febrero de 2011, al cabo de un mes de agitación contagiada por las revoluciones cívicas en las vecinas Túnez y Egipto, Gaddafi afrontó lo inconcebible: el estallido en la oriental Cirenaica de una masiva insurrección popular exigiendo su caída. Su respuesta, rápida y brutal, fue lanzar contra los manifestantes todo el peso de sus fuerzas armadas. La represión a sangre y fuego no detuvo la revuelta, que con bastión en Bengasi se extendió a Tripolitania y a la misma capital. El reguero de deserciones militares, políticas y diplomáticas robusteció a los rebeldes, que sin apenas liderazgo formaron un Consejo Nacional de Transición (CNT). Sin embargo, ni el riesgo de quedar acorralado en Trípoli, ni el restablecimiento de las sanciones internacionales, ni la perspectiva de inculpación de crímenes contra la humanidad arredraron al dictador, que, desafiante y atrabiliario, prometió aniquilar a los "terroristas" y "Al Qaeda".
Su despiadada contraofensiva, librada por el grueso de un Ejército bien pertrechado y tropas mercenarias, invirtió el curso de la guerra civil el 6 de marzo, cuando los rebeldes creían tener a su alcance Sirte, la patria chica del coronel, consiguiendo recuperar casi todo el oeste y avanzando veloz hacia Bengasi. El inminente colapso de la capital rebelde precipitó la creación de una zona de exclusión aérea por la ONU, que autorizó de paso el empleo de "todos los medios necesarios" para proteger a la población civil, cuando los muertos se contaban ya por miles, pero sin intervención terrestre.
El 19 de marzo Francia, Estados Unidos y el Reino Unido emprendieron una campaña de bombardeos aéreos, a la postre puesta bajo el mando de la OTAN. En las semanas y meses que siguieron, la efectividad de la operación fue puesta en duda, ya que los gaddafistas siguieron asediando Misrata en el oeste y apenas retrocedieron en el este. No lo estuvo, en cambio, su objetivo último, finalmente explícito con la consiguiente controversia internacional, que era terminar con un régimen criminal, el mismo con el que las potencias atacantes habían negociado todo tipo de obsequios hasta la misma víspera de la sublevación.
Con su legitimidad y su reputación hechas añicos y sin posibilidad de enmienda, diplomáticamente aislados y militarmente sin futuro, y reclamados ya por la Corte Penal Internacional, Gaddafi y sus influyentes hijos estaban abocados a una caída que sin embargo, con su espíritu numantino y sus recursos financieros, parecían capaces de demorar indefinidamente. Las conversaciones para negociar el fin del baño de sangre toparon siempre con la negativa del líder a renunciar a lo esencial y exigencia clave de los rebeldes: su marcha del poder.
El paulatino desgaste de la capacidad militar gaddafista y el robustecimiento logístico de las fuerzas del CNT, asistidas desde el aire por la OTAN fue decisiva y terminaron por romper el impasse bélico en la primera semana de agosto. La toma de la estratégica Zawiyah el día 20 anunció el comienzo de la batalla por Trípoli, donde la quinta columna opositora se alzó en armas. En la jornada siguiente, los rebeldes quebraron las defensas de la urbe, el 22 se abrieron paso hasta las plazas céntricas y el 23 capturaron el complejo presidencial de Bab al-Aziziyah, símbolo de un régimen que se desmoronaba irremediablemente. Sin embargo, la guerra continuó, pues los Gaddafi, desde su ignorado refugio, siguieron alentando a sus fieles a una lucha desesperada que retrasó en dos meses la ineludible postrer derrota. Los reductos lealistas fueron cayendo y ya sólo quedó Sirte, donde el prófugo resultó estar escondido.
El 20 de octubre, tras semanas de encarnizados combates, el Ejército del CNT culminó el asalto final en Sirte con un episodio tan dramático como simbólico: la captura malherido, luego de ser bombardeado por la OTAN el convoy en el que intentaba escapar, del mismísimo Gaddafi. Zarandeado, increpado y golpeado por sus excitados captores, que grabaron el momento con sus teléfonos móviles, el derrocado dirigente tuvo un final atroz, entre linchado y tiroteado a bocajarro. La exhibición de su cuerpo masacrado, a modo de trofeo de guerra, en la ciudad mártir de Misrata puso un epílogo macabro a la vida de uno de los personajes más paradójicos, aunque invariable en su verdadero ser, de la política contemporánea.
El odio, la venganza y la impunidad rodearon un ajusticiamiento sumario que las nuevas autoridades libias han asumido como el desenlace prácticamente inevitable de la lucha contra un tirano enloquecido que no les había dado más opción. Sin embargo, el asesinato extrajudicial de Gaddafi no parece la mejor antesala de la deseada instalación de la democracia y el Estado de derecho en la flamante República Libia.
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